Persona en latín significó máscara. La máscara ha tenido (y todavía tiene) un uso extendido en rituales en todo tipo de sociedades y a lo largo de la historia.
Es una representación de algo.
Probablemente hoy día, si se nos preguntase, no otorgaríamos ese sentido de máscara a la palabra persona.
Sin embargo, la representación está activa en nuestras vidas. Utilizamos una “máscara” con la que nos movemos en nuestro quehacer cotidiano. Vamos con ella a trabajar, a una boda, a una cena con la familia… A esta faceta de la persona le llamo el presentador, teniendo en cuenta que percibo a la persona no como un yo indivisible sino mucho más maleable.
Así pues nos personamos en los acontecimientos sociales utilizando una máscara. Quizás en el fondo estamos muy preocupados por algo, o tristes, o nerviosos… sin embargo vamos a un evento social y lo disimulamos. Nos ponemos la sonrisa, aparentamos estar bien, o ser felices, etc.
Lo cierto es que tenemos todo el derecho del mundo a utilizar este personaje del presentador. Tiene su función: quizás me apetece contar mis preocupaciones sólo a alguna amistad. Con el resto, voy a utilizar el personaje del presentador para que haga de maestro de ceremonias… y lidie, probablemente, con otros maestros de ceremonias.
A medida que avanzo en mi quehacer terapéutico, cada vez me llama más poderosamente la atención un común denominador entre pacientes de distintas clases y procedencias: el desprecio que se tienen y el maltrato que se dispensan. También los hay con inflación de ego: puede ser una reacción. De todos modos, la gran mayoría tienen deflación de ego, mirándose y tratándose a sí mismos con poco o nulo respeto.
Lo más habitual es reaccionar buscando en el exterior, en otros, quizás desesperadamente, un amor y un apoyo que uno no es capaz de darse a sí mismo. Entonces el énfasis y los enfados van dirigidos a cómo me tratan esos otros, a que no me dan el trato que me gustaría. Otra vez se da la paradoja de pedirles a otros que nos den aquello de lo que nosotros mismos no somos capaces.
Probablemente hemos andado escasos de ese amor y apoyo en nuestras vidas, nos han dado poco o nada de todo eso para empezar. Esta mirada despreciativa y de rechazo hacía uno mismo se gesta en la infancia y la adolescencia. Sea por actitudes reales de las figuras de referencia, sea por interpretaciones del niño que fuimos, probablemente una combinación de ambas.
No se trata de cargar las tintas contra esas figuras de referencia y cuidado. Seguramente a ellos también les faltó apoyo y ternura y transmitieron ese trato que recibieron, a menudo descrito por los pacientes como frío y distante. Así es como se perpetuan actitudes entre generaciones.
Es bastante habitual entre pacientes catalano parlantes coincidir en describir la actitud de padres, familiares cercanos y profesores como fría, contenida y distante. La violencia y la agresividad también andan por ahí, hijas habituales de la frustración.
A un entorno histórico concreto (el de la guerra civil… de la que no se habla… y la dictadura franquista, un ambiente hecho de miedo y represión) se le suman unos roles muy marcados entre sexos, hechos de padres autoritarios y madres submisas, con poca presencia. Algunos coinciden en decir que parecía que simplemente compartían piso y cada uno hacía las tareas que le pertocaban: el padre trabajar, la madre llevar la casa, los hijos estudiar y hacer deberes. Poco espacio para el juego, la risa, el compartir. Poco afecto y sí mucha orden, ley, mando o indiferencia.
En un ambiente así es complicado que uno reaccione mirándose de otra manera que no sea con desprecio y rechazo. La mente del niño que fuimos no era capaz de ver más allá: las limitaciones propias de aquellos que le educaron, el ambiente hostil de la época franquista que duró más de 30 años. La mente del niño muchas veces necesita disculpar a las figuras de referencia y prefiere creer que merecía ese trato, que no era suficiente ni digno para recibir la ternura y afecto de sus figuras de referencia. Y así llegamos a nuestras edades adultas, perpetuando esa pobre percepción de uno mismo.
Las palabras carencia, vacío, soledad, tristeza, entre otras, se desencadenan cuando hablan del contacto consigo mismos. Esa es la vivencia real que queda detrás de muchas máscaras y presentadores.
Por eso muchos maestros espirituales han dicho que la única revolución posible es la interior. La pelota -como dice el psicoterapeuta Jaume Cardona- ahora está en nuestro territorio.
Empezar a mirarse con otros ojos, unos que incluyan ternura y compasión, es esa revolución interior.
Fotografía de Niki Feijen
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