Este texto parte de una charla que dí el 6 de noviembre en el Auditori Eduard Tolrà de Vilanova i la Geltrú, dentro del Blanc Festival, un festival dedicado al diseño y la comunicación audiovisual.
Hace años que oímos hablar de la inteligencia emocional o de aprender gestión emocional. Entiendo entonces que nos están diciendo de manera educada que padecemos de analfabetismo emocional.
Cuando digo que somos analfabetos emocionales, lo baso en la observación de nuestra sociedad occidental, en donde nos han enseñado a hacer y a producir todo el tiempo. A menudo tengo la sensación de estar subida a una rueda de hámster. Este quehacer constante está basado y dirigido a conseguir objetivos y resultados. Esto implica altas dosis de exigencia y de estrés, nuestros compañeros habituales de piso. Esa exigencia es tanto interna como externa. Además estamos en una sociedad tremendamente competitiva, que valora el éxito profesional y material por encima de todo. Si no obtenemos ese tipo de éxito, entonces nos vamos al otro lado: a sentir que hemos fracasado. Parece que no hay medias tintas, nos movemos entre extremos, o blanco o negro.
Nos han enseñado a hacer, a producir, a estar en acción y no a gestionarnos con nuestras emociones y sentimientos. Como casi siempre, esto empieza en la infancia. Quizás cuando fuimos pequeños y nos enfadábamos porque nuestro hermano nos quitaba nuestro juguete preferido, o sentimos miedo por una pesadilla o estábamos tristes porque se murió nuestra mascota, quizás nuestros adultos nos dijeron frases de este estilo: “Niño, ahora no molestes”, “No es para tanto”, “Ya se te pasará”, “Te compraremos otro”, “Los niños no lloran”, “Tienes que ser fuerte”, “El miedo es para cobardes”… o sea, ninguneaban lo que nos ocurría o le quitaban importancia. Eso es lo que aprendimos que teníamos que hacer.
Además, nos movemos en un paradigma de lo individual que pasa por encima de la comunidad, el Yo pasa por encima del Nosotros. Somos una sociedad tremendamente egoica. Las narrativas modernas ensalzan al individuo: las películas se basan en un protagonista (El protagonista) y las canciones románticas le cantan al The only one. Así que -metafóricamente hablando- cada uno se la pasa mirándose su propio ombligo. Esta es la notícia: la Tierra ya no gira alrededor del sol, sino alrededor de mi ombligo. Aunque el planeta está habitado por unos 7.000 millones de ombligos. Sucede que construimos ese ombligo, eso yo, a base de identificarnos con ciertas cualidades: soy simpático, soy alegre, soy positivo, soy trabajador. Al decir cómo somos también estamos implicando lo que no somos: no soy antipático, no soy triste, no soy pesimista, no soy vago… Sin embargo, ¿qué nos ocurre cuando por algún motivo reaccionamos de manera desagradable, nos sentimos tristes, o derrotistas, o estamos holgazaneando?
Para rematar la jugada, vino la psicología positiva con sus mensajes dicharacheros y naifs de si te lo propones, lo puedes conseguir, de tienes que estar alegre o mantén tu actitud positiva por nombrar algunos de los habituales. Evidentemente, es bueno adoptar una actitud positiva en la vida… pero ¿mantenerla todo el rato? Si me dan una muy mala noticia, la muerte de alguien querido, me voy a poner muy muy triste aunque previamente estuviera de lo más contenta.
Al final son casi eslóganes publicitarios, tablas de salvación. Porque ¿realmente si nos lo proponemos, podemos conseguirlo todo? Si fuera así no tendríamos que lidiar nunca con la frustración. Y sin embargo si digo frustración, esa palabra es una vivencia conocida, ¿verdad?, porque quien más quien menos la ha padecido en las propias carnes.
¿Realmente podemos estar siempre alegres? ¿Qué ocurre con la tristeza, el enfado, la rabia, la envidia, la vergüenza, la culpa, el rechazo…? ¿Qué pasa cuando sentimos algo de esto? ¿Cómo lo gestionamos?
¿Y en qué lugar queda el contexto? Porque otra peculiaridad de la psicología positiva es que ningunea el contexto histórico, económico, social… El contexto nos viene dado, NO lo decidimos, NO lo podemos cambiar y SÍ nos afecta. No he decidido nacer mujer, no escogí a mi familia, no he decidido la clase social en la que he nacido ni el momento histórico, el final de la dictadura franquista que tiñó de miedo, rabia, tristeza a todo un país. No he decidido nada de todo esto, con todas las consecuencias que tiene cada aspecto y sin embargo todo ello me repercute.
Tampoco podemos olvidar que nuestras sociedades occidentales se basan en el lema cartesiano de “pienso, luego existo“. Con lo cual nuestra tendencia es a racionalizar, pensar y, en general, a estar en la cabeza, obviando los otros dos centros que también nos conforman: el instintivo-corporal y el emocional.
El psicólogo, psicoanalista y filósofo Erich Fromm escribía en los 70’s: “Si para ganarse la vida se pudiera depender de lo que se sabe y lo que se puede hacer, la propia estima estaría en proporción con la propia capacidad, con el valor de uso, pero como el éxito depende en gran medida de cómo se vende la personalidad, el individuo se concibe como mercancía o, más bien, simultáneamente como el vendedor y la mercancía que vende…”. Ésta es otra de las características de nuestra sociedad: la importancia que tienen las apariencias, lo de quedar bien y mantener el tipo a toda costa.
Estas son las coordenadas en las que nos movemos.
Las emociones y los sentimientos vienen cargados con muchos prejuicios. La alegría parece haberse erigido como el santo grial, también gracias a la psicología positiva. Tanto énfasis en una sola emoción hace que repudiemos las otras. Las 4 emociones cardinales son, además de la alegría: el miedo, la rabia y la tristeza. A menudo los pacientes me dicen “yo sólo quiero estar alegre y feliz” o “quiero que esta situación pase rápido y volverme a sentir contento“.
Pretendemos que la alegría sea un estado o una forma de ser permanente.
La mala noticia es que, al tratarse de un estado, es pasajero.
Los investigadores en neurociencia vienen diciendo que las emociones son el elemento esencial en nuestro aprendizaje y desarrollo psíquico. El investigador Francisco Mora dice: “Sin emoción no hay curiosidad, no hay atención, no hay aprendizaje, no hay memoria”.
Cada emoción y sus variantes (ira, melancolía, euforia, etc.) tienen su función, van más allá de calificarlas como buenas o malas, como pesadas o molestas… Nos dan información de qué nos está pasando en este momento y en relación a qué o quién. Funciona como una especie de mapa, de You are here.
¿Qué hubiésemos hecho sin el miedo como especie? Es la emoción idónea para valorar la peligrosidad de una situación. O la rabia, que bien gestionada, ayuda a poner límites a los otros cuando se propasan o quieren abusar de nosotros. Y la tristeza, a pesar de su mala fama, nos acerca a nuestra vulnerabilidad, a lo tierno. Sin embargo, la vulnerabilidad está muuuy mal vista: de hecho le llamamos fragilidad o debilidad. Intentamos esconderla. No podemos ser o mostrarnos vulnerables porque hay una creencia social según la cual tenemos que ser fuertes y poder con todo… y con alegría por favor, que no falte.
Por otro lado, las emociones son calidades diferentes de energía que podemos localizar en nuestro cuerpo. Si habéis visto “Del revés”, la película de animación de Pixar, podéis tener un acercamiento a lo que digo: la alegría aparece como una hiperactiva dicharachera, en cambio la tristeza cae al suelo, se desploma. A la rabia le sale humo por todas partes y explota, etc.
¿Qué ocurre si no gestionamos las emociones, si no les damos un espacio? Atrapados en la alegría y teniendo que mantener el tipo, nos enfermamos: ataques de ansiedad, de pánico, dolores de barriga, jaquecas, incluso depresión. No se trata tampoco de quedarse estancado en una emoción, por ejemplo vivir siempre desde el miedo.
Para empezar -y digo empezar- a tener un sano manejo de nuestro mundo emocional, primero hay que poner en stand-by el filtro juicioso. Y luego formularnos a cámara lenta estas preguntas:
-¿qué siento?
-¿qué me digo al respecto?
-¿qué hago (o no hago) o qué puedo hacer… si es que hay algo que pueda hacer?
-¿y en relación a qué situación o a quién?
Quizás parece una obviedad, sin embargo desglosar la emoción de esta forma, implica una ampliación de la conciencia. Por ejemplo: ¿qué me digo si me siento triste? Quizás: “Así no puedes estar“, “Tienes que animarte“, “Siempre estás en las mismas“… Y quizás resulta que tenemos algún motivo o incluso derecho a sentirnos tristes.
Me despido con una cita del psicólogo Carl Rogers que me parece inspiradora:
Me doy cuenta de que si fuera estable, prudente y estático, viviría en la muerte. Por consiguiente, acepto la confusión, la incertidumbre, el miedo y los altibajos emocionales, porque ése es el precio que estoy dispuesto a pagar por una vida fluida, perpleja y excitante.
Fotografía de Jimmy Curry.