En la sociedad que nos ha tocado vivir, la exigencia y la eficiencia son valores sociales imperantes. En sí, no son valores ni buenos ni malos.
Dice mucho de nosotros querer que las cosas salgan lo mejor posible y que para lograrlo nos esforcemos.
La cuestión es cuando esa exigencia y eficiencia pretendemos acercarla a la perfección y a la productividad sin límites: todo tiene que salir perfecto siempre, no puede ser menos de 10.
Rendir ad infinitum.
Todo y siempre son palabras enormes, absolutas.
El psicólogo Erich Fromm escribía en los años 70 del pasado siglo sobre lo que él llamó el mercado de la personalidad: “Si para ganarse la vida se pudiera depender de lo que se sabe y lo que se puede hacer, la propia estima estaría en proporción con la propia capacidad, con el valor de uso, pero como el éxito depende en gran medida de cómo se vende la personalidad, el individuo se concibe como mercancía o, más bien, simultáneamente como el vendedor y la mercancía que vende…”.
En la sociedad en la que los individuos valemos por objetivos y resultados, por conseguir el éxito a ultranza, por mostrarnos ambiciosos, por conseguir la fama, en esta sociedad del individuo-Rey, ¿dónde quedan entonces los errores, los fracasos, los lacayos, el nosotros?
Equivocarse equivale a fracasar, descansar está mal visto y enfermar se vive como un molesto impedimento.
El filósofo coreano afincado en Alemania, Byung-Chul Han, tiene un célebre libro “La sociedad del cansancio” donde reflexiona sobre cómo el exceso de positividad nos está conduciendo a una sociedad del cansancio, que produce agotados, fracasados y depresivos.
Es la imagen de la rueda de hámster.
Vivimos en la sociedad del “todo o nada”, del “blanco o negro”. En resumen, una sociedad absolutista donde las contradicciones o los puntos medios no están permitidas.
Lo absoluto nos lleva a escoger entre dos polos enfrentados: o lo positivo o lo negativo. Una batalla entre el bien y el mal.
En el próximo artículo os pondré algunos ejemplos de esta dualidad.
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