Artículo aperecido originalmente en Paseo de Gracia.
Como hemos estado viendo en anteriores artículos, el ser humano, como ser social, tiene la necesidad de apoyo y pertenencia. De hecho, al nacer incompletos, requerimos del contacto y cuidado de otros para crecer, estimular nuestras capacidades, desarrollar la autoestima y la confianza, aprender a socializar, etc. Este es el papel que desempeña el sistema familiar, sea cual sea su estructura (monoparental, homoparental, de convivencia, etc.), y que tanto nos influye. Porque lo cierto es que nos influye, para bien y para mal.
Aterrizamos en una familia que nos pre-existe, donde se dan unas dinámicas y no otras. Quiero insistir en el estado de absoluta dependencia y vulnerabilidad en el que nacemos. Somos como un trozo de plastilina en manos de otros. El ambiente al que llegamos nos deja improntas: cómo nos acogen, cómo está a nivel personal la pareja que son nuestros padres, cómo se relacionan entre ellos, todo nos impacta porque de un modo u otro lo captamos. Dado que el raciocinio, la memoria y la conciencia todavía no están desarrollados, somos básicamente cuerpo y éste absorve como una esponja, todo lo que ocurre. Parece ser que es de suma importancia para el desarrollo del recién nacido, el contacto físico. Vale la pena recordar que somos una sociedad que tiene reglas implícitas respecto al contacto físico: anteponemos una cierta distancia física y, generalizando, nos tocamos poco, entendiendo el tocar como un contacto desde el respeto y la ternura.
Recuerdo una psicóloga que en un curso nos contaba el caso de un niño de 4 años que llegó al centro de atención en el que trabajaba, prácticamente convertido en un psicópata. ¿Qué vive una persona para que a los 4 años ya sea considerado casi un psicópata?
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