Al otro extremo de lo que Freud llamó “matar al padre“, está el “salvar al padre o la madre“. En nuestra cultura, y quizás probablemente a nivel general humano, hay una especie de carpeta compartida (por usar una metáfora moderna) que podríamos renombrar con uno de los mandamientos “Honrarás a tu padre y a tu madre“. De este modo, los padres se convierten en una especie de intocables.
Tanto en una sesión terapéutica como una charla aparentemente trivial, me encuentro a menudo con una idealización de las figuras de los padres. En general, hemos sacralizado la experiencia de la vida. Por lo tanto, también sacralizamos a nuestros padres, ya que fueron los que nos “convocaron”.
Algo que observo a menudo es la de hacerse cargo de las vidas de los padres.
Cuando somos pequeños (que no tontos) miramos a nuestros padres, ya que son nuestros referentes primigenios. Aunque no entendamos muchas de las cosas que les puedan ocurrir, uno de los aspectos que más impacto tiene en un hijo es ser testimonio de un padre o madre (o los dos) infeliz, que sufre o se muestra superado por las circunstancias. Ver a un padre llorar, o que se muestra destrozado por algún evento de su vida o que llega cada día de mal humor a casa, no pasa desapercebido por el hijo.
Hay hijos que, de forma inconsciente, se dan la tarea de hacer felices a sus padres. ¿Cómo? Estudiando lo que ellos querían o quieren. Trabajando en algo que uno odia pero que enorgullece a su padre o madre y con lo que se llenan la boca contando a sus amigos las proezas de su retoño. Defendiendo al padre de otros (familiares, etc.) porque considera que le humillan. O se les disculpa sistemáticamente por ciertas actitudes “porque ha tenido una vida muy dura“. Es la fórmula perfecta para no vivir la vida propia.
Más de una vez he escuchado lo de “he defraudado a mi/s padre/s“, cuando alguien ha decidido saltarse ciertos designios parentales y seguir un camino distinto al que estos le marcaban.
No es fácil, y requiere de tiempo, poner a los padres en un lugar más humano. Es decir, verlos y entenderlos como personas, no como dioses del Olimpo. Y eso significa que, como todo ser humano, han estado y están expuestos a todo tipo de vivencias, algunas de ellas muy difíciles. A veces, hay algunas que le rompen el alma a uno.
En este proceso, también se da el entendimiento que al ser humanos, en algunos aspectos, esos padres lo han hecho bien y en otros han metido la pata soberanamente. A veces no queda otra que aceptar que ese padre o madre no daba para más o incluso no era una buena persona. Y aceptar es siempre lo más difícil de conseguir.
Ese proceso de desmitificación es lo que entiendo por el freudiano matar al padre.