Estoy siguiendo el programa del periodista Jordi Basté “No pot ser!” (no puede ser) que explora la tecnología desde distintas vertientes: casas inteligentes, coches que se conducen solos, o cómo se generan relaciones a través de las rrss o las aplicaciones.
En este en concreto, aparece el concepto de ghosting. Básicamente consiste en desaparecer, de la noche a la mañana, después de haber mantenido contacto y relación con alguien durante un tiempo. Se deja de contestar los mensajes o llamadas de la otra persona. E incluso se le bloquea.
Vaya, que o dejas o te dejan en la más pura inopia.
Por carácter, he sido de dejar en la inopia a otro cuando éste había hecho o dicho algo que me había dolido. Mantenía yo una extraña creencia según la cual no podía decirle lo que me había dolido, para no hacerle daño a él/ella. Entonces me desvanecía. O sea, un lío tremendo. Para no hacerle daño, yo desaparecía de la faz de la tierra… y así le acababa haciendo daño porque le retiraba la palabra y el contacto sin dar ninguna explicación.
La cuestión es que, aunque puede ser que los que ghostean al tuntún tengan la misma idea loca que yo tenía, hay una parte que creo que va más allá. Me llega una especie de insensibilización institucionalizada, de frialdad en el trato hacia el otro.
Porque hay otra variable que aparece en la situación: la cantidad infinita de personas a las que tengo acceso a través de las aplicaciones de contacto. Así que ¿por qué contentarme con solo una? O también, ¿y si hay alguien mejor?
Como no estoy en este tipo de aplicaciones, lo que sé es por lo que me han contado los que están o han estado. Así que me han contado que uno está en contacto simultáneo con otros. Mientras hablo y quedo contigo, también estoy hablando y quedando con otro/s. Y quizás en un momento dado, ya no me interesas, por los motivos que sean. Good bye, sayonara, hasta la vista baby y si te he visto no me acuerdo.
La metáfora de usar y tirar en esta situación viene como anillo al dedo. Y esa es la parte de frialdad e insensibilización que me llega: estamos usando y tirando a las personas como si fueran tetrabricks de leche. Es un uso narcisista, egocéntrico: no veo al otro y no tengo cuidado de sus sentimientos (es una palabra del diccionario) porque lo único que me interesa soy yo. El otro no es importante si no es para darme lo que yo quiero: que me guste más, que me haga sentir patatín o patatán, que me suba la autoestima, etc.
Me parece que hay una actitud desaforada de sacar provecho todo el tiempo que pueda de los otros. Y si encuentra algo mejor… Así que no me interesa asumir lo que le pueda ocurrir al otro. Obviamente, me importa una mierda.
Al final se trata, no de la tecnología en sí, sino del uso que le damos a ésta. Específicamente de lo que hay detrás de esta manera de usarla: ¿qué nos pasa que tenemos esa necesidad de sacar provecho todo el tiempo? Se llama insatisfacción o voracidad permanente. Es una especie de bulimia del alma.
En esta charla TED, Barry Schwartz precisamente habla del efecto que produce tener al alcance (casi) todo y en tantos formatos distintos.
Hay un par de ideas locas en nuestra carpeta compartida. Una es la de que yo merezco lo mejor. Por eso siempre estoy buscando lo mejor. Creo que ni siquiera sabemos realmente en qué consiste ese “mejor”. Últimamente parafraseo a Winnicott, y me gusta hablar de lo suficientemente bueno.
La otra es que lo quiero todo. ¿Por qué contentarme con un solo ejemplar cuando puedo tener cientos? En este caso, tampoco ese todo parece estar muy definido. Y mientras escribo me viene en mente el personaje de Brandon en la película Shame.
Debo de estar loca de remate porque, sea como sea, todo el asunto me provoca tristeza. Y también por una cuestión egocéntrica: tengo que vivir entre todo esto.
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