En general, nos vivimos de una manera coherente y compacta. Nos levantamos por la mañana, vamos a estudiar o a trabajar, y tenemos una vivencia de nosotros mismos por la que nos reconocemos. Decimos “yo”. Respondemos a un nombre y probablemente si alguien nos pidiera describirnos o enumerar algunas habilidades o defectos, le responderíamos aspectos concretos: soy muy perfeccionista, tiendo a dudar y me cuesta decidir, o soy buena liderando equipos, se me da mal hablar en público, lo mío no es el orden, etc.
Podemos decir todo esto (y más) porque lo recordamos. Es como si fuésemos nuestro propio testigo, nos hacemos un seguimiento permanente. A esta descripción y recuerdo de nosotros mismos se le llama también autoconcepto o identidad.
Podemos tener un sentido de yo, de autoconcepto o identidad porque tenemos memoria. Sabemos que somos nosotros porque recordamos momentos del pasado, algunos de ellos quizás suficientemente impactantes como para que hayan moldeado el actual yo con el que tanto nos identificamos. Nos reconocemos en el espejo. Hay una narrativa y un tono también. Conocemos a personas que suenan alegres y otras que suenan quejicas, por ejemplo. Nos identificamos con una serie de atributos o actitudes que nos repetimos hasta la saciedad. Esta narrativa y tono que de manera más o menos definida, más o menos consciente, usamos para describirnos surge también por comparación. Aprendemos quienes somos al ver actuar a nuestros compañeros de especie o porque nos comparan con otros. Roberto es más atrevido que yo. Juana es más tímida que su hermana. Alejandro es el más divertido de todos.
A veces lo usamos para encasillarnos y creernos que porque somos así o asá, no podemos hacer tal o cual cosa. Tomando uno de los ejemplos anteriores (se me da mal hablar en público), puede llevarnos a no aceptar ciertos puestos de trabajo que impliquen esa habilidad. Si nos quedamos con esta sonata, nos estancamos. Creemos que primero tendríamos que ser valientes para (algo).
Sin embargo, imagina ¿quién crees que serías si tuvieras que vivir con una memoria de retención de solo 7 segundos? ¿Dónde quedaría esa identificación con atributos, dónde esas autocharlas infinitas según las cuales no somos suficiente tal o que primero tendríamos que ser valientes para (algo)?
Y aquí es donde la memoria aparece como un elemento importantísimo para fijar ese relato sobre nosotros.
Aunque desde la terapia o el coach podamos cuestionar ciertas ideas persistentes que tenemos de nosotros mismos para librarnos del autoencasillamiento, lo cierto es que sin esa capacidad que tiene nuestro cerebro de guardar recuerdos, viviríamos un extraño presente perpetuo, sin referencias.
Con lo de tener una memoria de 7 segundos quiero decir a retener recuerdos por un brevísimo lapso de tiempo que luego se desvanecen. ¿Parece imposible? ¿Suena a ciencia ficción? Pues eso es lo que le ocurrió a Clive Wearing. Enfermó de encefalitis, y la enfermedad le borró sus recuerdos anteriores y la capacidad para recordar más allá de unos segundos. Si alguien le volvía a hacer la misma pregunta un par de minutos más tarde, respondía como si fuera la primera vez que lo oía. Por descontado tampoco reconocía a su interlocutor.
La historia de Clive Wearing la puedes ver en este documental.
Continuará
Foto de Pixabay.