Aunque sepamos teóricamente que envejecemos, ¿qué ocurre cuando en realidad se da?
En mi década de los 20, me proyectaba en el futuro. Lo que más recuerdo es imaginarme como una escritora; de éxito, claro. Pero entre esas imaginaciones no estaba presente la de envejecer. Eso era una idea vaga, lejana y sobre todo inconsciente, algo que en todo caso me ocurriría como a los 60 o más.
Pues no. A partir de los 35 años aproximadamente, empecé a notar cambios corporales. Por ejemplo, volverme más sensible a productos de higiene que antes utilizaba y que en algún momento empezaron a provocarme picores o escozores. Otro cambio corporal: la energía, en declive. No es que haya tenido nunca una energía rebosante, precisamente y por desgracia. Empecé a llegar a los viernes sintiendo que me arrastraba o, simplemente, ya no llevaba bien días de trabajo maratoniano. Por no hablar de esas ojeras que me salieron en poco tiempo. Luego empezaron las heridas que tardan más tiempo en curarse y cicatrizar (no solo las físicas). La facilidad de ganar kilos y la dificultad en perderlos. Y las canas, oh, las canas. Más visual imposible. Últimamente olvido nombres: de personas, o bien de títulos de películas, libros o series que me e-n-c-a-n-t-a-n… ¡que me encantan! Algo que hace unos años no me ocurría. Las arrugas y las manchas también empiezan a hacer acto de presencia. Y la cosa seguirá y sumará, como ya me avisan mis amigas que surfean la menopausia.
Por cierto, no me convertí en escritora de éxito.
Lo habitual y recurrente en nuestra sociedad de y para la imagen es tapar las ojeras, tapar las canas, tapar las arrugas, entrar en dietas para bajar peso, seguir algún proceso estético que puede incluir la cirugía, etc. Hace unos días era noticia la novia de Keanu Reeves: porque no tiene 20 años menos que él y porque lleva sus cabellos canosos al aire. ¡Toma ya! ¡Qué atrevida!
La cuestión es que, en muchas mujeres, envejecer implica entrar en un territorio de lo más impactante: no solo los efectos físicos sino, como colateral, el de dejar de ser el objeto de deseo del otro. Es una transición nada fácil dejar de ser la joven deseada para pasar a ser… ¿la madura invisible?
El problema a menudo viene agravado porque algunas mujeres se han valorado, sobre todo, a través de los ojos del otro. Por quién o cuánto era deseada parecía ser lo importante, más que ser una sujeto activa del deseo. No es lo mismo ser el objeto (o sujeto) de deseo de alguien, que ser sujeto que desea.
A los homos sapiens nos gusta gustar; probablemente es una de las formas que toma el sentido de pertenencia y especialmente del reconocimiento. Nos alimenta el ego, nos sube la autoestima, nos anima el día. Lo que ocurre en muchas mujeres es que el ser deseadas es más importante que por quién son deseadas. Se dejan llevar por ese gustar al otro. ¿Pero realmente a ti te atrae esta persona? Y la respuesta es no, o vaguedades del tipo “me cae bien”, “es majo”. Incluso me he encontrado en ocasiones ante alguien que dice no saber quién le gusta. Aunque en realidad, cuando se trabaja este supuesto, lo que sale a relucir es el miedo al no: a tomar la iniciativa y sentirse rechazada. Así que es más cómodo manejarse con gustar al otro, que manejarse con el propio deseo. Recibir, en lugar de ir y encajar un no.
No es de extrañar entonces que, para muchas, cuando la ley de la gravedad y del tiempo les envejecen, sea un shock. La inseguridad aparece como un monstruo que estaba acechando en la esquina, esperando su momento. Dicho de otro modo, en muchas ocasiones este momento lo que pone a relucir es sobre qué base teníamos sustentada nuestra autoestima: en el reconocimiento por parte del otro.