Una de las necesidades de nuestra especie es el reconocimiento. El reconocimiento puede tomar muchas formas: amor, admiración, pasando por sus polos negativos, como la veneración, la animadversión o el poder. En algunas personas detentar el poder sobre otros es una forma de conseguir reconocimiento. Probablemente no es sano, pero la historia está repleta de ejemplos. Sin embargo, el reconocimiento tiene algo de engañoso.
Halagar también es una forma de dar reconocimiento o de recibirlo. No obstante, desde que lo recuerdo, mi relación con los halagos no ha sido buena. Según de quién proceda el halago, o la situación en la que se de, me pongo en guardia. Siento que esa persona me quiere engatusar, quiere ganárseme para conseguir algo de mi o quiere quedar bien conmigo. En el mejor de los escenarios, me proyecta alguna cosa.
La proyección en psicología es un mecanismo por el cuál les colocamos a otras personas cualidades, defectos, sentimientos, pensamientos (o esperanzas) que, o bien no reconocemos en nosotros mismos, o bien nos resultan inaceptables. Un par de ejemplos. La envidia es una forma de proyección (negativa). El otro tiene algo que yo no tengo y que me gustaría para mí. Por ejemplo, es divertido, tiene don de gentes, o autoestima, o lo que sea. El enamoramiento es una forma de proyección (positiva). El otro tiene cualidades que me resultan atractivas: es divertido, tiene don de gentes, o autoestima.
Mi suspicacia en cuanto al arte de los halagos o cumplidos viene dada porque casi nunca sé decir cuándo son auténticos o cuándo una impostura. ¿Alguien me dice algo para quedar bien o porque quiere conseguir de mi alguna cosa? ¿O simplemente es por el calentón del momento? Y el tiempo demuestra que solo fue eso, un instante efusivo. Recuerdo un “amigo” (así lo consideraba) que hace unos años, en ciertas circunstancias, me dio un fuerte abrazo, se emocionó y me dijo que me quería mucho. Después de eso, no he vuelto a saber de él.
Reconozco que en los últimos años es un tema al que vuelvo de forma recurrente porque, por varias circunstancias, los halagos y los cumplidos me han puesto en contacto con ciertos aspectos de lo que implica vivir en sociedad: guardar las formas, mantener las apariencias, ser amable o cordial.
Me ha hecho recordar que hay personas seductoras que saben hacer muy bien la envolvente; les llamo los encantadores de serpientes, que tienen facilidad para soltar cualquier palabra o frase que suene bien. Me ha hecho recordar que vivimos en la dictadura de la extraversión y una de sus características es el quedar bien con el otro.

Así que hace un tiempo que cuando escucho decir según que cosas (no necesariamente dirigidas a mi, simplemente como espectadora) me pregunto si lo que el individuo A le dice al individuo Z es porque:
-lo dice en serio, porque así lo siente.
-lo dice por las circunstancias del momento.
-lo dice porque tiene puesto a Z en un pedestal.
-lo dice para ser amable.
-lo dice para quedar bien.
-lo dice para conseguir algo de Z.
Por si fuera poco, me cuestiono hasta qué punto no es algo bueno y necesario que se digan halagos por amabilidad, aunque uno no lo sienta. Que se mantengan ciertas imposturas. ¿Por qué no habría que mantener las formas o las apariencias? Yo misma me he visto en situaciones diciendo que algo me parece interesante cuando no me lo resulta o escuchando historias que me aburrían.
Imaginemos vivir en una sociedad en que todos dijéramos lo que realmente pensamos y sentimos. Sin filtros.
Como dice Jaume Cardona: “si estás dispuesto a decir lo que piensas, también tienes que estar dispuesto a recibir lo que piensan los otros de ti”.
Hace muchos años, el título de una novela de la escritora Montserrat Roig, me dio vueltas al coco: “Dime que me quieres aunque sea mentira”. No lo podía comprender.
Ahora creo que sí.
Así que, va a ser que los cumplidos o incluso las mentiras piadosas resulta que tienen una función social importante: preservar la vulnerabilidad del otro.
Imágenes de pixabay.
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