Mito del amor romántico nº8: la libertad de elección

Si intentáramos describir las cualidades de las mujeres y los hombres de nuestro tiempo, probablemente habría un consenso en definirnos entre otras cualidades como personas que:

  • tenemos derecho a la libertad de expresión y de elección.
  • que somos independientes, autónomos, casi desvinculados de los otros.
  • relacionado con el punto anterior, precisamente porque somos personas independientes, debemos ser autosuficientes y poder con todo. Sin la ayuda de otr@s.
  • egocéntricos, como si fuéramos el centro alrededor del cual gira todo y todos. Eso a veces nos lleva a tomarnos ciertas situaciones como algo personal.
  • nos consideramos razonables y por eso buscamos siempre la lógica; probablemente debido a la influencia de la visión científica que hay de fondo.
  • y, por último, creemos que nuestras cualidades personales son las que motivan y explican nuestro comportamiento. Cuando hacemos o decimos algo que consideramos que no forma parte de nuestra manera de ser, sentimos una tensión interna. Intentaremos justificar esas contradicciones. A esto Leon Fastinger le llamó disonancia cognitiva.

Hace años que le tengo aprecio a una palabra alemana: zeitgeist o espíritu de los tiempos. Por así decirlo, son las creencias o ideas comunes que compartimos y damos por supuestas, aquellas personas que nos toca vivir una determinada época. También me gusta llamarle “la carpeta compartida”.

Una de nuestras cualidades, el libre albedrío, implica un derecho a escoger libremente y, en teoría, elegiremos motivados por nuestros sentimientos, opiniones y creencias. No tengo claro que, si pudiésemos viajar al pasado, nuestros predecesores pudieran compartir el concepto de la libertad de elección en el sentido que lo utilizamos actualmente.
Por ejemplo, una mujer de principios del siglo XIX (y de prácticamente de cualquier otro siglo, en realidad) estaba sujeta a poca libertad de elección: estaba destinada a casarse con alguien que conviniera… a su familia. Y básicamente luego su papel era ser la madre de sus hijos. No tener hijos era un grave problema. Solo hace falta darse un paseo por las novelas de Jane Austen para hacerse a la idea.

Ante esto, parece que actuamos como si los sentimientos, las opiniones y las creencias estuvieran descontextualizadas y para nada influidas por factores históricos, socializadores, culturales.
Dice el filósofo inglés Alain de Botton, que la concepción actual de amor que tenemos se derivó del movimiento del Romanticismo en el siglo XIX. A partir de entonces, se fue generando esta creencia actual según la cual, uno escoge libremente y es escogido libremente por otro en nombre del amor. Uno (supuestamente) se junta con otro, no porque sea conveniente en cuanto a clase social, o por patrimonios o fortunas que se unen. Y, sobre todo, no lo decide nuestra familia.

Sin embargo, no somos taaan libres. En realidad, deberíamos decir que hoy en día escogemos, más que en nombre del amor, en nombre del enamoramiento. O incluso, del encaprichamiento o del deseo; que acostumbran a ser pasajeros o fugaces. Y ésta es una manera de elegir, a nuestr@ candidat@ a Compañer@ de vida, dictada por la sociedad.

Hoy en día, nos parecería (¿parece?) feo y poco aceptable que alguien decidiera juntarse con otr@ por cuestiones económicas, de estatus, conveniencia o por puro arribismo. O por mera supervivencia.
No nos damos cuenta, pero incluso lo más habitual es emparejarnos con alguien de nuestra misma clase social u origen sociocultural. Porque en general, son las personas que nos encontramos en los ámbitos y contextos en los que nos movemos.

Imágenes de pixabay.

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