Envidia cochina

Hay algunas emociones que nos disgusta sentir. Interrumpen nuestro cuerpo. Sí, las emociones disparan sensaciones corporales que nos resultan desagradables: me cortan la respiración, o me la aceleran; me disparan pensamientos recurrentes y parece que mi cabeza va a estallar; hacen que me encoja de hombros; me embalan el corazón y el pulso; me llevan a apretar la mandíbula; me bloquean la garganta; me provocan dolor de barriga; me resecan la boca; me ponen en tensión… sea lo que sea, de algún modo me causan un estrés o incomodidad corporales. Es por eso, supongo, que nos gustaría estar a perpetuidad en el reino de la alegría. O de la calma.

Dicho esto, voy a dar un paseo por una de las emociones que más nos desagradan: la envidia. Vaya por delante que además de la incomodidad corporal, la envidia viene cargada de moralidad. Con una creencia social que más o menos podríamos formular como “No está bien sentir envidia” y que se acaba ejecuntando con la “verdad” de “soy un envidioso“. La moralidad no me interesa tanto. Solo sé que sentir envidia es habitual.
Así que si alguna vez sientes envidia, no te castigues demasiado. Piensa que, aunque el resto no lo diga, también la han sentido o la sienten a veces.

La envidia es en parte resultado de una actividad que los sapiens hacemos de manera instintiva: la comparación. En esa búsqueda de nuestra identidad, para trata de responder esa gran pregunta de ¿quién soy yo?, nos comparamos con los otros. Así, para empezar sabemos que no somos un árbol o una nube. Nos reconocemos como humanos. Pero dentro de la humanidad hay una gran diversidad tanto física como de comportamiento.

De pequeños nos sensibilizamos al reconocimiento o al rechazo. Así que haremos cosas que desagradarán o agradarán a nuestro entorno cercano. A veces nos premiarán, a veces nos regañarán. Evidentemente es más complejo que esto.

Nuestra especie, a diferencia de otras, llega al mundo inacabada. Nacemos prematuramente (porque no queda otra: el cuerpo de la mujer no lo soportaría) y necesitamos años para desarrollarnos completamente si lo comparamos con otros seres del planeta. Por ejemplo, según parece, el cerebro no acaba su desarrollo total hasta los 21 años, aproximadamente.
El no valernos por nosotros mismos nos vuelve dependientes de otros: unos adultos que nos cuidan y nos enseñan. Uno de los miedos básicos como niños es perder esos referentes adultos: o sea, que nos dejen de cuidar, que nos retiren su amor, que se marchen y nos dejen.
De manera instintiva sabemos que, si nos abandonan a nuestra suerte, no sobreviviremos para contarlo. De modo que una de las primeras cosas que aprendemos a hacer es a obedecer: nos convertimos en niñ@s buen@s.

Al compararte, te das cuenta (tampoco eres tont@) que tienes algunas cualidades y algunos defectos. Y aquí es donde empieza el dilema de la envidia.
Desde la envidia, convierto en suflés a mis defectos, los magnifico, y niego, olvido o soy incapaz de reconocer o dar valor a mis cualidades.
Y al compararnos, siempre salimos perdiendo. El otro siempre será más: más alto, más rubio, más simpático, más inteligente, más elocuente, más loquesea. De este modo, al otro lo acabamos poniendo en un altar y claro si él o ella están en el altar, yo estoy abajo.

Es cierto: los otros tienen cualidades. Otras cualidades. Pero no pierdas de vista que probablemente también tienen sus defectillos. Aunque ahora seas incapaz de verlos; o porque ellos son muy buenos escondiéndolos.

En realidad, la envidia puede acabar siendo un autocastigo: una manera de minimizarme. Una manera de sentirme menos válido que otros, poquita cosa.

El problema con la envidia es que además, como contaba Marcelo Antoni en el libro Las 4 emociones básicas, puede venir acompañada de otra emoción: la rabia.
Personalmente he conocido la envidia y la rabia juntas. Porque de verdad que hay personas que sí parecen haber nacido con una flor… allí. Que parece que todo lo que tocan lo convierten en oro. Y yo aquí esforzándome, sudando la gota gorda, y aparecen estos suertudos y pimpampum… ¿y me pasan por delante?

Lo habitual aquí es entrar en discursos sobre lo injusto que es… pues sí, es injusto. La justicia es un ideal, no es real. Hay que tender a ella probablemente pero no hay justicia en general. Está bien si te enfadas un porquito, pataleas, regañas a la vida por ser injusta… y ciao, despídete después de esto. No te hagas (tanta) mala sangre.

La envidia, como es moralmente indigna, se tiende a silenciar internamente porque “no está bien sentir envidia“. Y como decía Jung, lo que evitas te persigue. La envidia puede volverse en un veneno corrosivo que puede llevarte a hacerle la vida imposible a alguien que destaque por algún motivo y que te mueva la rabia porque parece que todo le sale bien. Éste sería un ejemplo de envidia mal gestionada.

En realidad, la envidia no tiene tanto que ver con las cualidades (reales o imaginadas) del otro, sino con mi juez interno. El juez interno, lo recuerdo brevemente, es esa instancia personal que me critica y me acusa de no ser (o de no hacer) suficiente. El juez interno precisamente lo que hace es compararnos con los otros, y claro está, en esta comparación salimos perdiendo: “Mira el tal, que ha conseguido un ascenso… y tú no. Algo estarás haciendo mal”, “Mira a la cual, que tiene tantos amigos… y tú no”, “Miralos qué buena pareja hacen… y en cambio tú aquí más sol@ que la una. Por algo será”.
Por eso es tan esencial detectar esos mensajes con los que nos acribillan nuestros jueces internos. Para poder empezar a cuestionarlos. Porque si no, caes en la trampa de hacerte responsable de todo lo que no sale bien en tu vida.

Vaya por delante, que no todo lo que quieres, deseas o sueñas lo vas a conseguir y/o no como lo habías imaginado. Y sí, a veces tendrá que ver con tus habilidades personales (o la falta de ellas); pero otras veces tiene que ver con el azar o la suerte, o la clase social que da acceso a unas oportunidades o buenas conexiones.

En todo caso lo que sí puedes hacer es reconocer cuales son tus capacidades, darles su valor y ponerlas en juego. O intentar desarrollarlas. La gran pregunta es ¿sabes cuáles son esas capacidades?

Imágenes de Pixabay.

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