Probablemente esto te resulte familiar. Se te presenta una situación X sobre la que tienes que tomar una decisión o hacer una elección. Empiezas una especie de diálogo interno de pros y contras. Una parte tuya opina una cosa; otra parte tuya aporta otro aspecto; una tercera, cuarta, quinta partes o las que sean, intervienen también con sus puntos de vista.
Llega un momento que tienes tantos puntos de vista, algunos de ellos incluso contradictorios, que no sabes muy bien qué hacer ni por dónde tirar.
En tiempos de immediatez y consumo a demanda, el tempo que puede implicar sopesar, reflexionar y dudar, exasperan a una gran mayoría. Como si te enfrentaras a la sensación del horror vacui.
En mi caso, cada vez que tengo que sopesar una situación para tomar una decisión, me gusta imaginármelo como si estuviera en una mesa redonda con otros yoes internos. O si se prefiere, con energías distintas.
A esa mesa quizás se sientan a decir sus qués y sus por qués mi parte triste, mi parte enfadada, mi parte quitahierro, mi parte rencorosa, mi jueza interna, mi rebelde, mi pasota,… Precisamente por eso es a veces difícil tomar una decisión: porque eres capaz de encontrar perspectivas y matices distintas entre sí. A todo este proceso interno desglosado le llamo negociaciones internas.
El debate interno se puede convertir en una lucha interna o en un lío que te colapse. ¿Has tenido alguna vez la sensación de estar peleándote contigo? Porque deberías saberlo ya o haber tomado ya una decisión (el juez interno por aquí apretando), porque hay otros -quizás- esperando tu respuesta (y está mal hacerles esperar), y como hay otros esperando, te empiezas a sentir mal contigo mismo. Gracias a tu juez, llegas a la conclusión de que eres mala persona. Fíjate: de tener que tomar una decisión acabas sintiendo culpa. Todo esto probablemente lo vivas con una sensación desagradable en tu cuerpo.
En tiempos de hedonismo absolutista, convivir a veces o a menudo con lo desagradable no se contempla.
Así que a menudo tomarás cualquier decisión antes que pasar por ese calvario. Carpetazo y caso archivado.
Pero además, el proceso se puede complicar más porque vas a querer lo mejor para tí, ¿cierto?
El quid de la cuestión es que este émfasis en un hedonismo salvaje, que ralla lo infantil, precisamente es el caldo de cultivo de una vivencia desagradable que de algún modo consigue perpetuarse en el tiempo. Barry Schwartz lo llama la paradoja de la elección.
Dice que vivimos en unos tiempos en que tenemos tantas opciones para escoger que la decepción está asegurada. Él pone un ejemplo bastante cómico de ir a comprar unos jeans (en su cabeza se imaginaba una opción, máximos 2 como en los viejos tiempos) y el dependiente le empieza a ofrecer toda clase de jeans: de colores, con look gastado o destripado, con cremallera o botones, de cintura alta o baja, con o sin bolsillos… El buen hombre solo consigue decir anonadado: “Quiero simplemente unos jeans“.
A veces he escuchado la frase de “¿Y si hay alguien mejor para mí?“. Creo que tal y como están montadas las aplicaciones de contacto, preguntarse esto es prácticamente inevitable. Es la versión del scroll infinito en el mercado de la carne. Alimenta la ilusión que más abajo o en otra pantalla encontrarás algo o a alguien mejor para tí. El modelo L’Oreal se ha instalado: porque tú lo vales.
Este planteamiento es bastante egocentrado; nada extraño en la sociedad individualista en la que vivimos.
Más allá de lo lícito que es que intentes buscar lo mejor para tí, a veces tendrás que escoger entre la mejor opción de algunas que no son muy buenas. ¿Cuál es el mal menor?, por así decirlo. ¿O con qué me sentiré menos insatisfecho? Es un aprendizaje aprender a convivir con la insatisfacción.
Pero además, podrías hacerte la pregunta de otro modo: ¿y si soy mejor para mí y para los otros?, ¿y si me preocupo yo de ser o aportar lo mejor de mí?
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